El niño torero, era un
niño como otro cualquiera; de una España de blanco y negro dónde el hambre y la
necesidad rondaban el día a día. El pequeño torero vestía pantalón corto y
jersey gastado; prendas que vestiría en invierno y en verano pero a él no le
importaba, a él no le molestaba, para él su ropa no eran unos pantalones y un
jersey, sino un brillante traje de luces. Él solo deseaba salir a la calle de
arena y dar unos pases, dar unas estocadas a un toro imaginario; se miran y se
preparan para el combate, un par de verónicas y clama el público, lo lleva y lo
marea, siente el roce del animal tras cada pase pero no retrocede, no lo teme.
Llega el pase final, con
porte gallardo, se pone de puntillas y se prepara; aquel toro imaginario
remueve enfurecido la tierra y se lanza a la carrera ante el pequeño matador,
pero él lo espera y alza el estoque. La terrible punzada atraviesa al pobre
animal, imaginario pero pobre animal, cae tendido al suelo. El niño torero se
acerca al toro, le acaricia la cornamenta y le susurra al oído; buen toro.
Después de tan valiente
corrida da una vuelta al imaginario ruedo y le brinda el toro al público, ese
entusiasmado e imaginario público. Una voz le saca de tan magníficos aplausos.
- Hijo, que hay que ir a por vino a la cooperativa, deja de torear y coge la barrica, que se acerca la hora del vino y los parroquianos traerán sed.
- Como mande padre, ahora mismo voy.
(Historia inspirada, tras la visión de una foto antigua de un familiar querido)
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